Como jurista, observo con enorme preocupación, cuando no con estupefacción y desde luego con repulsa el uso que los gobiernos han hecho durante nuestra ya dilatada democracia del famoso Decreto Ley.

El decreto-ley es una fuente del Derecho de naturaleza y utilización excepcional. La potestad que tiene el poder ejecutivo para dictar este tipo de normas con rango de ley sólo debería ejercerse en casos de verdadera y auténtica «extraordinaria y urgente necesidad». A pesar de ello, el actual gobierno socialista está realizando un uso absolutamente desproporcionado y, por tanto, contrario a los principios constitucionales que sustentan el Estado de Derecho y el sistema parlamentario occidental. Pero es que, además, este fenómeno está provocando la revitalización de una institución que también debería tener una presencia mínima, la ley singular, que a través del decreto-ley está viviendo una segunda juventud poniendo en peligro, entre otros, el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva.

Por ejemplo el famoso Real Decreto-ley 9/2018, de 3 de agosto, de medidas urgentes para el desarrollo del Pacto de Estado contra la violencia de género mediante el que se ha modificado nada más y nada menos que el Código Civil en materia de Patria Potestad y que permite que ahora un asistente social de un Ayuntamiento, manifieste que a su criterio una mujer es víctima de violencia de género, y esto permita que se pongan en marcha mecanismos de ayuda, especialmente económica para la misma.

Triste es decir que haya que explicar a estas alturas que para que exista víctima debe existir contraparte, esto es victimario, y por tanto debe haber identificación de una persona a la que se le acusa de causar a otra o sobre otra violencia física o psíquica de cualquier tipo. El problema es que quien decide esto no es un juez, ni el victimario está asistido por abogado, ni puede siquiera defenderse (y si me apura debería decir que tampoco debe hacerlo ante una persona carente de formación jurídica ni con la potestad otorgada por ley para juzgar y hacer cumplir lo juzgado), si no ante un asistente social. Perplejidad. Asombro. Indignación.
Sin embargo, los grupos feministas se han lanzado en masa a aplaudir dicho decretazo, pensando que esto arregla no se muy bien que problema. Resulta que están pidiendo que los jueces y fiscales que atienden los casos de violencia de genero estén formados en esta especialidad (por cierto, ya lo están y por eso están integrados en un juzgado especializado denominado Juzgado de Violencia sobre la mujer), y sin embargo entregan el poder a una persona no formada al respecto ni con conocimientos jurídicos suficientes. Una locura.

La violencia machista, como cualquier otra es repulsiva y el Estado de Derecho debe establecer las herramientas de atención y prevención necesarias, pero no laminando nuestro propio Estado de Derecho, pues es un paso peligroso. Es el fin que justifica cualquier medio. La historia está llena de ejemplos de pésimos resultados de este proceder.

Jurídicamente, La Constitución española —CE— de 1978 (art. 86), mantiene la posibilidad de que el gobierno dicte normas con rango de ley bajo la forma de decreto-ley, pero tratando de reconducir su uso a situaciones excepcionales y dotando a esta norma de un carácter provisional necesitado de ratificación parlamentaria inmediata. Su denominación refleja muy bien su naturaleza: es «decreto», esto es, una norma dictada por el gobierno en ejercicio de poderes propios y directos —no de previa habilitación parlamentaria—, y es
«ley», norma con la misma fuerza o rango que las que emanan del Parlamento. El ser dos cosas a la vez revela que tiene un carácter singular, excepcional y provisional, tal y como el Tribunal Constitucional recuerda,
por ejemplo, en su sentencia 137/2011, de 14 de septiembre: «en la medida en que ello supone una sustitución del Parlamento por el Gobierno, constituye una excepción al procedimiento legislativo ordinario y
a la participación de las minorías que éste dispensa».

El ordenamiento jurídico, por propia definición semántica, nos indica orden, esto es jerarquía. Es lo que debe regir cualquier Estado de Derecho. El ordenamiento jurídico es orden entre normas jurídicas. Es decir, el conjunto de normas procedentes de uno o varios centros de producción normativa organizadas bajo criterios de convivencia interna con la pretensión de garantizarse el grado máximo de obligatoriedad en su cumplimiento.

Nuestro ordenamiento jurídico pretende eliminar las distorsiones en su interior al establecer los principios de distribución interna de las posiciones normativas con formas de equiordenación (en el mismo plano), infraordenación (subordinación) o supraordenación (posición de unas normas sobre otras). Tal distribución emana directamente de la Constitución en lo referido a la forma que esta establece para la producción de cada norma. Los principios que la Constitución establece son los de jerarquía, competencia y función constitucional.

La creación de un parlamento (en nuestro Estado bicameral, es decir con dos cámaras, esto es Congreso y Senado) tiene como objeto que la producción normativa esté básicamente centralizada en dicho parlamento y que el juego de reparto de poderes entre los diferentes partidos con representación parlamentaria (insisto, en ambas cámaras), permita un control de dicha producción normativa. Sin embargo, las lógicas tensiones por captar más cotas de poder normativo del estado, los diferentes gobiernos (poder ejecutivo) han procurado siempre obtener mayores márgenes de actuación, con argumentos como la necesidad o incluso por la incapacidad del propio parlamento para legislar con la celeridad necesaria.

El artículo 86 de la CE establece que únicamente podrá ser utilizado el Decreto Ley en casos de extraordinaria y urgente necesidad, mostrando así que solo en situaciones singulares podrá ser usado. Hacerlo de otra manera es un fraude de ley por parte del gobierno que debe conducir a la inconstitucionalidad de la norma. El problema es que dicho examen de constitucionalidad actualmente se realiza a posteriori, lo que implica que los efectos provocados por la aplicación de la norma además no puedan retrotraerse.

La solución a mi juicio pasaría por modificar el uso del decreto ley, debiéndose someter a un examen por parte del Tribuna Constitucional y quedando por tanto la carga de la prueba de la extraordinaria y urgente necesidad en el gobierno que la invoque, y mediante un procedimiento de urgencia, el Tribunal Constitucional deba pronunciarse al respecto e incluso dejarlo suspendido mientras el mismo toma la decisión que puede establecerse en la propia ley del TC en un periodo corto de tiempo.
Ningún ejecutivo hasta la fecha ha decidido hacerlo, pero la nueva política debe pensar en hacerlo, pues corremos el riesgo de irnos hacia estados totalitarios encubiertos donde la voluntad del gobierno (en este caso con solo 84 diputados) impone su voluntad a todo un Estado.

Esto si que es extraordinariamiente urgente que se realice.

Agustín Zamarro Mogarra
Abogado